El sábado por la tarde fue a la pastelería del centro comercial. Después de mirar las fotografías de pasteles pegadas en una especie de álbum, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. El que escogió estaba adornado con una nave espacial y su plataforma de lanzamiento bajo una rociada de blancas estrellas, y con un planeta escarchado de color rojo en el otro extremo. El nombre del niño, SCOTTY, iría escrito en letras verdes bajo el planeta. El pastelero, que era un hombre mayor con cuello de toro, escuchó sin rechistar mientras ella le decía que el niño cumpliría ocho años el lunes siguiente. El pastelero llevaba un delantal blanco que parecía un guardapolvo. Los cordones le pasaban por debajo de los brazos, se cruzaban en la espalda y luego volvían otra vez delante, donde los había atado bajo su amplio vientre. Se secaba las manos en el delantal mientras le escuchaba. Seguía con la vista fija en las fotografías y la dejaba hablar. No la interrumpió. Acababa de llegar al trabajo y se iba a pasar toda la noche junto al horno, de modo que no tenía mucha prisa.
Ella le dio su nombre, Ann
Weiss, y su número de teléfono. El pastel estaría hecho para el
lunes por la mañana, recién sacado del horno, y con tiempo
suficiente para la fiesta del niño, que era por la tarde. El
pastelero no parecía animado. No hubo cortesía entre ellos, sólo
las palabras justas, los datos indispensables. La hizo sentirse
incómoda, y eso no le gustó. Mientras estaba inclinado sobre el
mostrador con el lapicero en la mano, ella observó sus rasgos
vulgares y se preguntó si habría hecho algo en la vida aparte de
ser pastelero. Ella era madre, tenía treinta y tres años y le
parecía que todo el mundo, sobre todo un hombre de la edad del
pastelero, lo bastante mayor para ser su padre, debería haber tenido
niños y conocer ese momento tan especial de las tartas y las fiestas
de cumpleaños. Deberían de tener eso en común, pensó ella. Pero
la trataba de una manera brusca; no grosera, simplemente brusca.
Renunció a hacerse amiga suya. Miró hacia el fondo de la pastelería
y vio una mesa de madera, grande y sólida, con moldes pasteleros de
aluminio amontonados en un extremo; y, junto a la mesa, un recipiente
de metal lleno de rejillas vacías. Había un horno enorme. Una radio
tocaba música country-western.
El pastelero terminó de
anotar los datos en la libreta de encargos y cerró el álbum de
fotografías. La miró y dijo:
–El
lunes por la mañana.
Ella le dio las gracias y
volvió a su casa.
El lunes por la mañana, el
niño del cumpleaños se dirigía andando a la escuela con un
compañero. Se iban pasando una bolsa de patatas fritas, y el niño
intentaba adivinar lo que su amigo le regalaría por la tarde. El
niño bajó de la acera en un cruce, sin mirar, y fue inmediatamente
atropellad o por un coche. Cayó de lado, con la cabeza junto al
bordillo y las piernas sobre la calzada. Tenía los ojos cerrados,
pero movía las piernas como si tratara de subir por algún sitio. Su
amigo soltó las patatas fritas y se puso a llorar. El coche
recorrió unos treinta metros y se detuvo en medio de la calle. El
conductor miró por encima del hombro. Esperó hasta que el muchacho
se levantó tambaleante. Oscilaba un poco. Parecía atontado, pero
ileso. El conductor puso el coche en marcha y se alejó.
El niño del cumpleaños no
lloró, pero tampoco tenía nada que decir. No contestó cuando su
amigo le preguntó qué pasaba cuando a uno le atropellaba un coche.
Se fue andando a casa ya su amigo continuó hacia el colegio. Pero,
después de entrar y contárselo a su madre –que estaba sentada a
su lado en el sofá diciendo: «Scotty, cariño, ¿estás seguro de
que te encuentras bien?», y pensando en llamar al médico de todos
modos–, se tumbó de pronto en el sofá, cerró los ojos y se quedó
inmóvil. Ella, al ver que no podía despertarle, corrió al teléfono
y llamó a su marido al trabajo. Howard le dijo que conservara la
calma, que se mantuviera tranquila, y después pidió una ambulancia
para su hijo y él, por su parte, se dirigió al hospital.
Desde luego, la fiesta de
cumpleaños fue cancelada. El niño estaba en el hospital,
conmocionado. Había vomitado y sus pulmones habían absorbido un
líquido que sería necesario extraerle por la tarde. En aquellos
momentos parecía sumido en un sueño muy profundo, pero no estaba en
coma, según recalcó el doctor Francis cuando vio la expresión
inquieta de los padres. A las once de la noche, cuando el niño
parecía descansar bastante tranquilo después de muchos análisis y
radiografías y no había nada más que hacer que esperar a que se
despertara y volviera en sí, Howard salió del hospital. Ann y él
no se habían movido del lado del niño desde la tarde, y se dirigía
a casa a darse un baño y cambiarse de ropa.
–Volveré
dentro de una hora –dijo.
Ella asintió con la cabeza.
–Muy
bien –repuso–. Aquí estaré.
Howard la besó en la frente
y se cogieron las manos. Ella se sentó en la silla, junto a la cama,
y miró al niño. Esperaría a que se despertara, recuperado. Luego
podría descansar.
Howard volvió a casa.
Condujo muy deprisa por las calles mojadas; luego se dominó y
aminoró la velocidad. Hasta entonces la vida le había ido bien y a
su entera satisfacción: universidad, matrimonio, otro año de
facultad para lograr una titulación superior en administración de
empresas, miembro de una sociedad inversora. Padre. Era feliz y,
hasta el momento, afortunado; era consciente de ello. Sus padres
vivían aún, sus hermanos y su hermana estaban establecidos, sus
amigos de universidad se habían dispersado para ocupar su puesto en
la sociedad. Hasta el momento se había librado de la desgracia, de
aquellas fuerzas cuya existencia conocía y que podían incapacitar o
destruir a un hombre si la mala suerte se presentaba o si las cosas
se ponían mal de repente. Se metió por el camino de entrada y paró.
Le empezó a temblar la pierna izquierda. Se quedó en el coche un
momento y trató de encarar la situación de manera racional. Un
coche había atropellado a Scotty. El niño estaba en el hospital,
pero él tenía la seguridad de que se pondría bien. Howard cerró
los ojos y se pasó la mano por la cara. Bajó del coche y se dirigió
a la puerta principal. El perro ladraba dentro de la casa. El
teléfono sonaba con insistencia mientras él abría y buscaba a
tientas el interruptor de la luz. No tenía que haber salido del
hospital. No debía haberse marchado.
–¡Maldita
sea! –exclamó.
Descolgó el teléfono.
–¡Acabo
de entrar por la puerta!
–Tenemos
un pastel que no han recogido –dijo la voz del otro lado de la
línea.
–¿Cómo
dice? –preguntó Howard.
–Un
pastel –repitió la voz–. Un pastel de dieciséis dólares.
Howard apretó el aparato
contra la oreja, tratando de entender.
–No sé
nada de un pastel –dijo–. ¿De qué me habla, por Dios?
–No me
venga con esas –dijo la voz.
Howard colgó. Fue a la
cocina y se sirvió un whisky. Llamó al hospital. Pero el niño
seguía en el mismo estado; dormía y no había habido cambio alguno.
Mientras la bañera se llenaba, Howard se enjabonó la cara y se
afeitó. Acababa de meterse en la bañera cuando volvió a sonar el
teléfono. Salió de la bañera con dificultad, cogió una toalla y
se fue corriendo al teléfono diciéndose: «Idiota, idiota», por
haberse marchado del hospital.
–¡Diga!
–gritó al descolgar.
No se oyó nada al otro
extremo de la línea. Entonces colgaron.
Llegó al hospital poco
después de medianoche. Ann seguía sentada en la silla, junto a la
cama. Levantó la cabeza hacia Howard y luego miró de nuevo al niño.
Scotty tenía los ojos cerrados y la cabeza vendada. La respiración
era tranquila y regular. De un aparato que se alzaba cerca de la cama
pendía una botella al brazo del niño.
–¿Qué
tal está? ¿Qué es todo eso? –preguntó Howard, señalando la
glucosa y el tubo.
–Prescripción
del doctor Francis –contestó ella–. Necesita alimento. Tiene que
conservar las fuerzas. ¿Por qué no se despierta, Howard? Si está
bien, no entiendo por qué.
Howard apoyó la mano en la
nuca de Ann. Le acarició el pelo con los dedos.
–Se
pondrá bien. Se despertará dentro de poco. El doctor Francis sabe
lo que hace.
Al cabo de un rato, añadió:
–Quizá
deberías ir a casa y descansar un poco. Yo me quedaré aquí. Pero
no hagas caso del chalado ese que no deja de llamar. Cuelga
inmediatamente.
–¿Quién
llama?
–No lo
sé. Alguien que no tiene otra cosa que hacer que llamar a la gente.
Vete ahora.
Ella meneó la cabeza.
–No
–dijo–, estoy bien.
–Sí,
pero ve a casa un rato y vienes a despertarme por la mañana. Todo
irá bien. ¿Qué ha dicho el doctor Francis? Que Scotty se pondrá
bien. No tenemos que preocuparnos. Está durmiendo, eso es todo.
Una enfermera abrió la
puerta. Les saludó con la cabeza y se acercó a la cama. Sacó el
brazo del niño de debajo de las sábanas, le cogió con los dedos la
muñeca, le contó el pulso y consultó el reloj. Al cabo de un
momento volvió a meter el brazo bajo las sábanas y se acercó a los
pies de la cama donde anotó algo en una tablilla.
–¿Qué
tal está? –preguntó Ann.
La mano de Howard le pesó
en el hombro. Sentía la presión de sus dedos.
–Estado
estacionario –dijo la enfermera–. Creo que los dos podrían
hacerlo perfectamente, si lo desean.
La enfermera era una
escandinava alta y rubia. Hablaba con un poco de acento.
–Ya
veremos lo que dice el doctor –dijo Ann–.
Quiero hablar con él. No
creo que deba seguir durmiendo así. Me parece que no es buena señal.
Se llevó la mano a los ojos
e inclinó un poco la cabeza. La mano de Howard le apretó el hombro,
luego se desplazó hacia su nuca y le dio un masaje en los músculos
tensos.
–El
doctor Francis vendrá dentro de unos minutos –dijo la enfermera,
saliendo de la habitación.
Howard miró a su hijo
durante unos momentos, el breve pecho que subía y bajaba con
movimientos regulares bajo las sábanas. Por primera vez desde los
terribles momentos que sucedieron a la llamada de Ann a su oficina,
sintió que el miedo se apoderaba verdaderamente de él. Empezó a
menear la cabeza. Scotty estaba bien, pero en vez de dormir en casa,
en su cama, estaba en un hospital con la cabeza vendada y un tubo en
el brazo. Y eso era lo que necesitaba en aquel momento.
Entró el doctor Francis y
le estrechó la mano a Howard, aunque se habían visto unas horas
antes. Ann se levantó de la silla.
–¿Doctor?
–dijo.
–Ann
–contestó él, saludándola con un movimiento de cabeza–. Veamos
primero cómo va.
Se acercó a la cama y le
tomó el pulso al niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Howard
y Ann, al lado del doctor, miraban. Luego el médico retiró las
sábanas y escuchó el corazón y los pulmones del niño con el
estetoscopio. Palpó el abdomen con los dedos, aquí y allá. Cuando
terminó, se acercó a los pies de la cama y estudió el cuadro.
Anotó la hora, escribió alago en la tablilla y luego miró a Ann ya
a Howard.
–¿Qué
tal está, doctor? –preguntó Howard–. ¿Qué tiene exactamente?
–¿Por
qué no se despierta? –dijo Ann.
El médico era un hombre
guapo, de hombros anchos y rostro tostado por el sol. Llevaba un
traje azul con chaleco, corbata a rayas y gemelos de marfil. Con los
cabellos grises bien peinados por las sienes, parecía recién
llegado de un concierto.
–Está
bien –afirmó el médico–. No es para echar las campanas al
vuelo, podría ir mejor, según creo. Pero no es grave. Sin embargo,
me gustaría que se despertase. Tendría que volver en sí muy
pronto.
El médico miró al niño
una vez más.
–Sabremos
algo más dentro de un par de horas, cuando conozcamos los resultados
de otros cuantos análisis. Pero no tiene nada, créanme, excepto una
leve fractura de cráneo. Eso sí.
–¡Oh,
no! –exclamó Ann.
–Y un
ligero traumatismo, como ya les he dicho. Desde luego, ya ven que
está conmocionado. Con la conmoción, a veces ocurre esto. Este
sueño profundo.
–Pero
¿está fuera de peligro? –preguntó Howard–. Antes dijo usted
que no estaba en coma. Así que a esto no lo llama usted estar en
coma, ¿verdad, doctor?
Howard esperó. Miró al
médico.
–No, yo
no diría que está en coma –dijo el médico, mirando de nuevo al
niño–. Está sumido en un sueño profundo, nada más. Es una
reacción instintiva del organismo. Está fuera de peligro, de eso
estoy completamente seguro, sí. Pero sabremos más cuando se
despierte y conozcamos el resultado de los análisis.
–Está
en coma –afirmó Ann–. Bueno, en una especie de coma.
–No es
coma; todavía no. No exactamente. Yo no diría que es coma. Todavía
no, en todo caso. Ha sufrido una conmoción. En estos casos, esta
clase de reacción es bastante corriente; es una respuesta momentánea
al traumatismo corporal. Coma. Bueno, el coma es un estado prolongado
de inconsciencia, algo que puede durar días o incluso semanas. No es
el caso de Scotty, por lo que sabemos hasta el momento. Estoy
convencido de que su situación mejorará por la mañana. Ya lo creo.
Sabremos más cuando se despierte, cosa que ya no tardará mucho en
hacer. Claro que ustedes pueden hacer loque quieran, quedarse aquí o
irse a casa un rato. Pero, por favor, márchense del hospital con
toda tranquilidad, si así lo desean. Ya sé que no es fácil.
El doctor miró de nuevo al
niño, le observó, se volvió a Ann y dijo:
–Trate
de no preocuparse, mamá. Créame, estamos haciendo todo lo posible.
Ya sólo es cuestión de un poco más de tiempo.
La saludó con la cabeza,
estrechó la mano de Howard y salió de la habitación.
Ann puso la mano sobre la
frente del niño.
–Al
menos no tiene fiebre –dijo–. Pero, ¡qué frío está, Dios mío!
¿Howard? ¿Crees que esa temperatura es normal? Tócale la cabeza.
Howard tocó las sienes del
niño. Contuvo el aliento.
–Creo
que es normal que se encuentre así en estas circunstancias –dijo–.
Está conmocionado, ¿recuerdas? Eso es lo que ha dicho el médico.
El doctor acaba de estar aquí. Si Scotty no estuviese bien, habría
dicho algo.
Ann permaneció de pie un
momento, mordisqueándose el labio. Luego fue hacia la silla y se
sentó.
Howard se acomodó en la
silla de al lado. Se miraron. Él quería decir algo más para
tranquilizarla, pero también tenía miedo. Le cogió la mano y se la
puso en el regazo, y el tener allí su mano le hizo sentirse mejor.
Luego se la apretó y la guardó entre las suyas. Así permanecieron
durante un rato, mirando al niño, sin hablar. De vez en cuando, él
le apretaba la mano. Finalmente, Ann la retiró.
–He
rezado –dijo.
Él asintió.
–Creía
que casi se me había olvidado, pero se me ha venido a la cabeza. Lo
único que he tenido que hacer ha sido cerrar los ojos y decir: «Por
favor, Dios, ayúdanos, ayuda a Scotty», y lo demás ha sido fácil.
Las palabras me salían solas. Quizá, si tú también rezaras…
–Ya lo
he hecho –repuso él–. He rezado esta tarde; ayer por la tarde,
quiero decir, después de que llamaras, mientras iba al hospital. He
rezado.
–Eso
está bien.
Por primera vez sintió Ann
que estaban juntos en aquella desgracia. Comprendió sobresaltada
que, hasta entonces, aquello sólo le había ocurrido a ella y a
Scotty. Había dejado a Howard al margen, aunque estuviera en ello
desde el principio. Se alegraba de ser su mujer.
Entró la misma enfermera,
le volvió a tomar el pulso al niño y comprobó el flujo de la
botella que colgaba encima de la cama.
Al cabo de una hora entró
otro médico. Dijo que se llamaba Parsons, de Radiología. Tenía un
tupido bigote. Llevaba mocasines, vaqueros y camisa del Oeste.
–Vamos
a bajarle para hacerle otras radiografías –les dijo–.
Necesitamos más, y queremos hacerle una exploración.
–¿Qué
es eso? –preguntó Ann–. ¿Una exploración? –Estaba de pie,
entre el médico nuevo y la cama–. Creí que ya le habían hecho
todas las radiografías.
–Me
temo que nos hacen falta más. No es para alarmarse. Necesitamos
simplemente otras radiografías, y queremos hacerle una exploración
en el cerebro.
–¡Dios
mío! –exclamó Ann.
Es un procedimiento
enteramente normal en estos casos –dijo el médico nuevo–.
Necesitamos saber exactamente por qué no se ha despertado todavía.
Es un procedimiento médico normal y no hay que inquietarse por eso.
Lo bajaremos dentro de un momento.
Al cabo de un rato, dos
celadores entraron en la habitación con una camilla con ruedas. Eran
de tez y cabellos morenos, llevaban uniformes blancos y se dijeron
unas palabras en una lengua extranjera mientras le quitaban el tubo
al niño y lo pasaban de la cama a la camilla. Luego lo sacaron
de la habitación. Howard y Ann subieron al mismo ascensor. Ann
miraba al niño. Cerró los ojos cuando el ascensor empezó a bajar.
Los celadores iban a cada extremo de la camilla sin decir nada,
aunque uno de ellos dijo en cierto momento algo en su lengua, y el
otro asintió despacio con la cabeza. Más tarde, cuando el sol
empezaba a iluminar las ventanas de la sala de espera de la sección
de radiología, sacaron al niño y volvieron a subirlo a la
habitación. Howard y Ann volvieron a subir con él en el ascensor, y
de nuevo ocuparon su sitio en la cama.
Esperaron todo el día, pero
el niño no se despertó. De cuando en cuando, uno de ellos salía de
la habitación para bajar a la cafetería a tomar un café y luego,
como si recordaran de repente y se sintieran culpables, se levantaban
de la mesa y volvían apresuradamente a la habitación. El doctor
Francis volvió por la tarde, examinó al niño otra vez y se marchó
después de comunicarles que estaba volviendo en sí y se despertaría
en cualquier momento. Las enfermeras, diferentes de las de la noche,
entraban de vez en cuando. Entonces una joven del laboratorio llamó
y entró. Vestía pantalones y blusa blanca, y llevaba una bandejita
con cosas que puso sobre la mesilla de noche. Sin decir palabra, sacó
sangre del brazo del niño. Howard cerró los ojos cuando la
enfermera encontró el punto adecuado para clavar la aguja.
–No lo
entiendo –le dijo Ann.
–Instrucciones
del doctor –dijo la joven–. Yo hago lo que me dicen. Me dicen que
haga una toma y yo la hago. De todos modos, ¿qué es lo que le pasa?
Es encantador.
–Le ha
atropellado un coche –contestó Howard–. El conductor se dio a la
fuga.
La joven meneó la cabeza y
volvió a mirar al niño. Luego cogió la bandeja y salió de la
habitación.
–¿Por
qué no se despierta? –dijo Ann–. ¿Howard? Quiero que esta gente
me responda.
Howard no contestó. Volvió
a sentarse en la silla y cruzó las piernas. Se pasó las manos por
la cara. Miró a su hijo y luego se recostó en la silla; cerró los
ojos y se quedó dormido. Ann fue a la ventana y miró al
aparcamiento. Era de noche, y los coches entraban y salían con los
faros encendidos. De pie frente a la ventana, con las manos apoyadas
al alféizar, en lo más profundo de su ser sentía que algo pasaba,
algo grave. Tuvo miedo, y los dientes le empezaron a castañetear
hasta que apretó la mandíbula. Vio un coche grande que se detenía
frente al hospital y alguien, una mujer con un abrigo largo, se metió
en él. Deseaba ser aquella mujer y que alguien, cualquiera, la
llevase a otro sitio, a un lugar donde la esperase Scotty cuando ella
saliera del coche, pronto a decir: ¡Mamá!, y a dejar que le
rodeara con sus brazos.
Poco después se despertó
Howard. Miró al niño. Luego se levantó, se desperezó y se dirigió
a la ventana, a su lado. Los dos miraron el aparcamiento. No dijeron
nada. Pero parecían comprenderse hasta lo más profundo, como si la
inquietud les hubiese vuelto transparentes del modo más natural del
mundo.
Se abrió la puerta y entró
el doctor Francis. Esta vez llevaba un traje y una corbata
diferentes. Tenía los cabellos grises bien peinados sobre las sienes
y parecía recién afeitado. Fue derecho a la cama y examinó al
niño.
–Tendría
que haber despertado ya. No hay razón para que continúe así
–dijo–. Pero les aseguro que todos estamos convencidos de que
está fuera de peligro. No hay razón en absoluto para que no vuelva
en sí. Muy pronto. Bueno, cuando se despierte tendrá una jaqueca
espantosa, desde luego. Pero sus constantes son buenas. Son lo más
normales posible.
–Entonces,
¿está en coma? –preguntó Ann.
El médico se frotó la lisa
mejilla.
–Llamémoslo
así de momento, hasta que despierte. Pero ustedes deben estar muy
cansados. Esto es duro. Mucho. Váyanse tranquilamente a tomar un
bocado. Les vendrá bien. Dejaré una enfermera aquí con él
mientras ustedes están fuera, si es que con eso se van más
tranquilos. Vamos, vayan a comer algo.
–Yo no
podría tomar nada –dijo Ann.
–Hagan
lo que quieran, claro –dijo el médico–. De todos modos quiero
decirles que las constantes son buenas, que los análisis son
negativos, que no hemos encontrado nada y que, cuando despierte,
saldrá del paso.
–Gracias,
doctor –dijo Howard.
Volvieron a darse la mano.
El médico le dio una palmadita en el hombro y salió.
–Creo
que uno de nosotros debería ir a casa a echar un vistazo –dijo
Howard–. Hay que dar de comer a Slug, en primer lugar.
–Llama
a un vecino –sugirió Ann–. A los Morgan. Cualquiera dará de
comer al perro, si se le pide.
–Muy
bien –dijo Howard.
Al cabo de un momento,
añadió:
–¿Por
qué no lo haces tú,
cariño? ¿Por qué no vas a casa a echar un vistazo y vuelves luego?
Te vendría bien. Yo me quedaría aquí con él. En serio.
Necesitamos conservar las fuerzas. Tendremos que quedarnos aquí un
tiempo incluso después de que se despierte.
–¿Por
qué no vas tú?
–dijo ella–. Da de comer a Slug. Come tú.
–Yo ya
he ido. He estado fuera una hora y quince minutos, exactamente. Vete
a casa una hora y refréscate. Y luego vuelves.
Ann trató de pensarlo, pero
estaba demasiado cansada. Cerró los ojos e intentó considerarlo de
nuevo. Al cabo de un momento dijo:
–Quizá
vaya a casa unos minutos. A lo mejor, si no estoy aquí sentada
mirándole todo el tiempo, despertará y se pondrá bien. ¿Sabes?
Tal vez se despierte si no estoy aquí. Iré a casa, tomaré un baño
y me pondré ropa limpia. Daré de comer a Slug y luego volveré.
–Yo me
quedaré. Tú ve a casa, cariño. Yo veré cómo van las cosas por
aquí.
Tenía los ojos
empequeñecidos e inyectados en sangre, como si hubiera estado
bebiendo durante mucho tiempo. Sus ropas estaban arrugadas. Le había
crecido la barba. Ella le tocó la cara y retiró la mano enseguida.
Comprendió que quería estar solo un rato, no tener que hablar ni
compartir la inquietud. Cogió el bolso de la mesilla de noche y él
la ayudó a ponerse el abrigo.
–No
tardaré mucho –dijo.
–Siéntate
y descansa un poco cuando llegues a casa –dijo él–. Come algo.
Date un baño. Y después, siéntate y descansa. Te sentará muy
bien, ya verás. Luego vuelve. Tratemos de no preocuparnos. Ya hs
oído lo que ha dicho el doctor Francis.
Permaneció de pie con el
abrigo puesto durante unos momentos, intentando recordar las palabras
exactas del médico, buscando matices, indicios que pudieran dar un
sentido distinto a lo que había dicho. Intentó recordar si sus
rasgos habían cambiado cuando se inclinó a examinar al niño.
Recordó la expresión de su rostro cuando le levantaba los párpados
y le escuchaba la respiración.
Fue hasta la puerta y se
volvió. Miró al niño y luego al padre. Howard asintió con la
cabeza. Salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.
Pasó delante del cuarto de
las enfermeras y llegó al fondo del pasillo, buscando el ascensor.
Al final del corredor, torció a la derecha y entró en una pequeña
sala de espera donde vio a una familia negra en sillones de mimbre.
Había un hombre maduro con camisa y pantalón caqui, y una gorra de
béisbol echada hacia atrás. Una mujer gruesa, en bata y zapatillas,
estaba desplomada en una butaca. Una adolescente en vaqueros, con
docenas de trenzas diminutas, estaba tumbada cuan larga era en un
sofá, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. Al entrar
Anna, la familia la miró. La mesita estaba cubierta de envoltorios
de hamburguesas y de vasos de plástico.
–Franklin
–dijo la mujer gorda, incorporándose–. ¿Se trata de Franklin?
Tenía los ojos dilatados.
–Dígame,
señora –insistió–. ¿Se trata de Franklin?
Intentaba levantarse de la
butaca, pero el hombre la sujetó del brazo.
–Vamos,
vamos –dijo–, Evelyn.
–Lo
siento –dijo Ann–. Estoy buscando el ascensor. Mi hijo está en
el hospital y ahora no puedo encontrar el ascensor.
–El
ascensor está por ahí, a la izquierda –dijo el hombre, señalando
con el dedo.
La muchacha dio una calada
al cigarrillo y miró a Ann. Sus ojos parecían rendijas, y sus
labios anchos se separaron despacio al soltar el humo. La mujer negra
dejó caer la cabeza sobre los hombros y dejó de mirar a Ann, que ya
no le interesaba.
–A mi
hijo lo ha atropellado un coche –le dijo Ann al hombre. Era como si
necesitara explicarse–. Tiene un traumatismo y una ligera fractura
en el cráneo, pero se pondrá bien. Ahora está conmocionado, pero
también podría ser una especie de coma. Eso es lo que de verdad nos
preocupa, lo del coma. Yo voy a salir un poco, pero mi marido se
queda con él. A lo mejor se despierta mientras estoy fuera.
–Es una
lástima –contestó el hombre, removiéndose en el sillón.
Bajó la cabeza hacia la
mesa y luego volvió a mirar a Ann. Aún seguía allí de pie.
–Nuestro
Franklin está en la mesa de operaciones. Le han dado un navajazo.
Han intentado matarle. Hubo una pelea donde él estaba. En una
fiesta. Dicen que sólo estaba mirando. Sin meterse con nadie. Pero
eso no significa nada en estos días. Esperamos y rezamos, eso es
todo lo que se puede hacer.
No dejaba de mirarla.
Ann miró de nuevo a la
muchacha, que seguía con la vista fija en ella, y a la mujer mayor,
que continuaba con la cabeza gacha, aunque ahora con los ojos
cerrados. Ann la vio mover los labios, formando palabras. Sintió
deseos de preguntarle cuáles eran. Quería hablar con aquellas
personas que estaban en la misma situación de espera que ella. Tenía
miedo, y aquella gente también. Tenían eso en común. Le hubiera
gustado tener algo más que decir respecto al accidente, contarle más
cosas de Scotty, que había ocurrido el día de su cumpleaños, el
lunes, y que seguía inconsciente. Pero no sabía cómo empezar. Se
quedó allí de pie, mirándolos, sin decir nada más.
Fue por el pasillo que le
había indicado aquel hombre y encontró el ascensor. Esperó un
momento frente a las puertas cerradas, preguntándose aún si estaba
haciendo lo más conveniente. Luego extendió la mano y pulsó el
botón.
Se metió en el camino de
entrada y paró el coche. Cerró los ojos y apoyó un momento la
cabeza sobre el volante. Escuchó los ruiditos que hacía el motor al
empezar a enfriarse. Luego salió del coche. Oyó ladrar al perro
dentro de la casa. Fue a la puerta de entrada, que no estaba cerrada
con llave. Entró, encendió las luces y puso una tetera al fuego.
Abrió una lata de comida para perros y se la dio a Slug en el porche
de atrás. El perro comió con avidez, a pequeños lametazos. No
dejaba de entrar corriendo a la cocina para ver si ella se iba a
quedar. Al sentarse en el sofá con el té, sonó el teléfono.
–¡Sí!
–dijo al descolgar–. ¿Dígame?
–Señora
Weiss –dijo una voz de hombre.
Eran las cinco de la mañana,
y creyó oír máquinas o aparatos de alguna clase al fondo.
–¡Sí,
sí! ¿Qué pasa? –dijo–. Soy la señora Weiss. Soy yo. ¿Qué
ocurre, por favor?
Escuchó los ruidos del
fondo.
–¿Se
trata de Scotty? ¡Por amor de Dios!
–Scotty
–dijo la voz de hombre–. Se trata de Scotty, sí. Esta problema
tiene que ver con Scotty. ¿Se ha olvidado de Scotty?
Colgó.
Ann marcó el número del
hospital y pidió que la pusieran con la tercera planta. Requirió
noticias de su hijo a la enfermera que contestó el teléfono. Luego
dijo que quería hablar con su marido. Se trataba, según explicó,
de algo urgente.
Esperó, enredando el hilo
del teléfono entre los dedos. Cerró los ojos y sintió náuseas.
Tenía que comer algo, forzosamente. Slug entró desde el porche y se
tumbó a sus pies. Movió el rabo. Ann le tiró de la oreja
mientras el animal le lamía los dedos. Se puso Howard.
–Acaba
de llamar alguien –dijo con voz entrecortada, retorciendo el cordón
del teléfono–. Dijo que era acerca de Scotty.
–Scotty
va bien –le aseguró Howard–. Bueno, sigue durmiendo. No hay
cambios. La enfermera ha venido dos veces desde que te marchaste. Una
enfermera o una doctora. Está bien.
–Ha
llamado un hombre. Dijo que era acerca de Scotty –insistió.
–Descansa
un poco, cariño, necesitas reposo. Debe ser el mismo que me llamó a
mí. No hagas caso. Vuelve después de que hayas descansado. Después
desayunaremos o algo así.
–¿Desayunar?
–dijo Ann–. No me apetece.
–Ya
sabes lo que quiero decir. Zumo, o algo parecido. No sé. No sé
nada, Ann. ¡Por Dios, yo tampoco tengo hambre! Es difícil hablar
aquí, Ann. Estoy en el mostrador de recepción. El doctor Francis va
a volver a las ocho de la mañana. Entonces tendrá algo que
decirnos, algo más concreto. Eso es lo que ha dicho una de las
enfermeras. No sabía nada más. ¿Ann? Tal vez sepamos algo más
para entonces, cariño. A las ocho. Vuelve antes de las ocho.
Entretanto, yo estoy aquí con Scotty, que está bien, sigue igual.
–Yo
estaba tomando una taza de té cuando sonó el teléfono. Dijeron que
era acerca de Scotty. Había un ruido de fondo. ¿Había ruido de
fondo en la llamada que atendiste tú, Howard?
–No me
acuerdo –contestó él–. Quizá fuese el conductor del coche, que
a lo mejor es un psicópata y se ha enterado de lo que le ha pasado a
Scotty. Pero yo me quedo aquí con él. Descansa un poco, como
pensabas. Date un baño y vuelve a las siete o cosa así, y cuando
venga el médico hablaremos los dos con él. Todo saldrá bien,
cariño. Yo estoy aquí, y hay médicos y enfermeras cerca. Dicen que
su eatado es estacionario.
–Tengo
un susto de muerte –dijo Ann.
Dejó correr el agua, se
desnudó y se metió en la bañera. Se enjabonó y se secó
rápidamente, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Se puso ropa
interior limpia, pantalones de lana y un jersey. Fue al cuarto de
estar, donde el perro la miró y golpeó una vez el suelo con el
rabo. Estaba empezando a amanecer cuando salió y subió al coche.
Entró en el aparcamiento
del hospital y encontró un sitio cerca de la puerta principal. Se
sintió vagamente responsable de lo que le había ocurrido al niño.
Dejó que sus pensamientos derivaran hacia la familia negra. Recordó
el nombre de Franklin y la mesa cubierta de envoltorios de
hamburguesas, y a la adolescente mirándola mientras fumaba el
cigarrillo.
–No
tengas hijos –le dijo a la imagen de la muchacha mientras entraba
por la puerta del hospital–. Por amor de Dios, no los tengas.
Subió hasta el tercer piso
en el ascensor con dos enfermeras que acababan de salir de servicio.
Era miércoles por la mañana, poco antes de las siete. Había un
empleado que buscaba a un tal doctor Madison cuando las puertas del
ascensor se abrieron en la tercera planta. Salió detrás de las
enfermeras, que se fueron en la otra dirección, reanudando la
conversación que habían interrumpido cuando ella entró en el
ascensor. Siguió por el corredor hasta la pequeña sala de espera
donde estaba la familia negra. Se habían ido, pero los sillones
estaban desordenados de tal modo que sus ocupantes parecían haberse
levantado de ellos un momento antes. La mesa seguía cubierta con los
mismos vasos y papeles, y el cenicero lleno de colillas.
Se detuvo ante el cuarto de
enfermeras. Una enfermera estaba detrás del mostrador, peinándose y
bostezando.
–Anoche
había un muchacho negro en el quirófano –dijo Ann–. Se llamaba
Franklin. Su familia estaba en la sala de espera. Me gustaría saber
cómo está.
Otra enfermera, sentada a un
escritorio detrás del mostrador, alzó la vista del gráfico que
tenía delante. Sonó el teléfono y lo cogió, pero siguió mirando
a Ann.
–Ha
muerto –dijo la enfermera del mostrador; seguía con el cepillo del
pelo en la mano, pero tenía la vista fija en Ann–. ¿Es usted
amiga de la familia, o qué?
–Conocí
a su familia anoche. Mi hijo también está en el hospital. Creo que
está conmocionado. No sabemos con exactitud qué es lo que tiene. Me
preguntaba cómo estaría Franklin, eso es todo.
Siguió por el pasillo. Las
puertas de un ascensor, del mismo color que las paredes, se abrieron
en silencio y un hombre calvo y escuálido con zapatos de lona y
pantalones blancos sacó un pesado carrito. La noche anterior no se
había fijado en aquellas puertas. El hombre empujó el carrito por
el pasillo, se detuvo frente a la puerta más cercana al ascensor y
consultó una tablilla. Luego se inclinó y sacó una bandeja del
carrito. Llamó suavemente a la puerta y entró en la habitación.
Ann olió el desagradable aroma de la comida caliente al pasar junto
al carrito. Apretó el paso, sin mirar a ninguna enfermera, y abrió
la puerta de la habitación del niño.
Howard estaba de pie junto a
la ventana con las manos a la espalda. Se volvió al entrar ella.
–¿Cómo
está? –preguntó Ann
Se acercó a la cama. Dejó
caer al bolso al suelo cerca de la mesilla de noche. Le parecía
haber estado mucho tiempo fuera. Tocó el rostro del niño.
–¿Howard?
–El
doctor Francis ha venido hace poco –dijo Howard.
Ann le observó con atención
y pensó que tenía los hombros abatidos.
–Creía
que no iba a venir hasta las ocho –se apresuró a decir.
–Vino
otro médico con él. Un neurólogo.
–Un
neurólogo –repitió ella.
Howard asintió con la
cabeza. Ella vio claramente que tenía los hombros hundidos.
–¿Qué
han dicho, Howard? ¡Por amor de Dios! ¿Qué han dicho? ¿Qué
ocurre?
–Han
dicho que van a bajarle para hacerle más pruebas, Ann. Creen que
tendrán que operarle, cariño. Van
a operarle, cielo. No comprenden por qué no despierta. Es algo más
que una conmoción o un simple traumatismo, eso ya lo saben. Es en el
cráneo, la fractura, creen que tiene algo…, algo que ver con eso.
Así que van a operarle. Intenté llamarte, pero ya debías haber
salido.
–¡Oh!
¡Dios mío! ¡Oh, Howard, por favor! –exclamó, agarrándole de
los brazos.
–¡Mira!
–dijo Howard–. ¡Scotty! ¡Mira, Ann!
La volvió hacia la cama.
El niño había abierto los
ojos, cerrándolos de nuevo. Volvió a abrirlos. Durante un momento
sus ojos miraron al frente, luego se movieron despacio sobre las
órbitas hasta fijarse en Howard y Ann para luego desviarse otra vez.
–Scotty
–dijo su madre, acercándose a la cama.
–Hola,
Scott –dijo su padre–. Hola, hijo.
Se inclinaron sobre la cama.
Howard tomó entre las suyas la mano del niño, dándole palmadas y
apretándosela. Ann le besó la frente una y otra vez. Le puso las
manos en las mejillas.
–Scotty,
cariño, somos mamá y papá –dijo ella–. ¿Scotty?
El niño los miró, pero sin
dar muestras de reconocerlos. Luego se le abrió la boca, se le
cerraron los ojos y gritó hasta que no le quedó aire en los
pulmones. Entonces su rostro pareció relajarse y suavizarse. Se
abrieron sus labios cuando el último aliento ascendió a su garganta
y le salió suavemente entre los dientes apretados.
Los médicos lo denominaron
una oclusión oculta, y dijeron que era un caso entre un millón. Tal
vez, si hubiesen descubierto algo y operado inmediatamente, podrían
haberle salvado. Pero lo más probable era que no. Al fin y al cabo,
¿qué habrían podido buscar? No había aparecido nada, ni en los
análisis ni en las radiografías.
El doctor Francis estaba
abatido.
–No
puedo expresarles como me siento. Lo lamento tanto que no tengo
palabras –les dijo mientras les conducía a la sala de médicos.
Había un médico sentado en
una butaca con las piernas apoyadas en el respaldo de una silla,
viendo un programa matinal de televisión. Llevaba el uniforme de la
sala de partos, pantalones anchos, blusa y una gorra que le cubría
el pelo, todo de color verde. Miró a Howard y Ann y luego al doctor
Francis. Se levantó, apagó el aparato y salió de la habitación.
El doctor Francis condujo a Ann al sofá, se sentó a su lado y
empezó a hablar en tono bajo y consolador. En un momento dado, se
inclinó y la abrazó. Ann sintió el pecho del médico inhalar y
exhalar de manera regular contra su hombro. Mantuvo los ojos abiertos
y le dejó abrazarla. Howard fue al baño, pero dejó la puerta
abierta. Tras un violento acceso de llanto, abrió el grifo y se lavó
la cara. Luego salió y se sentó en la mesita del teléfono. Lo miró
como si pensara qué hacer primero. Hizo unas llamadas. Al cabo de un
rato, el doctor Francis utilizó el teléfono.
–¿Hay
algo más que pueda hacer por el momento? –les preguntó.
Howard meneó la cabeza. Ann
miró con fijeza al doctor Francis como si fuese incapaz de
comprender sus palabras.
El médico les acompañó a
la puerta del hospital. Eran las once de la mañana. Ann se dio
cuenta de que movía los pies muy despacio, casi con desgana. Le
parecía que el doctor Francis les obligaba a marcharse cuando ella
tenía la impresión de que deberían quedarse, cuando quedarse era
lo más adecuado. Miró al aparcamiento, se volvió y miró a la
entrada del hospital. Meneó la cabeza.
–No, no
–dijo–. No puedo dejarle aquí.
Oyó sus propias palabras y
pensó que no era justo que utilizase el mismo lenguaje de la
televisión, cuando la gente se siente agotada por muertes repentinas
o violentas. Quería encontrar palabras originales.
–No
–repitió.
Sin saber por qué, le vino
a la memoria la mujer negra con la cabeza caída sobre el hombro.
–No.
–Más
tarde hablaré con usted –dijo el doctor Francis a Howard–. Aún
tenemos trabajo por delante, aspectos que debemos aclarar a nuestra
entera satisfacción. Hay cosas que necesitan explicación.
–La
autopsia –dijo Howard.
El doctor Francis asintió
con la cabeza.
–Entiendo
–dijo Howard, que añadió–: ¡Oh, Dios mío! No, no lo entiendo,
doctor. No puedo, es imposible. Sencillamente, no puedo.
El doctor Francis le rodeó
los hombros con el brazo.
–Lo
siento. Bien sabe Dios que lo siento.
Le quité el brazo de los
hombros y le tendió la mano. Howard se quedó mirándola y luego la
estrechó. El doctor Francis abrazó otra vez a Ann. Parecía lleno
de cierta bondad que ella no llegaba a comprender. Apoyó la cabeza
en su hombro pero mantuvo los ojos abiertos. No dejaba de mirar al
hospital. Cuando se fueron, volvió la cabeza.
En casa, se sentó en el
sofá con las manos en los bolsillos del abrigo. Howard cerró la
puerta de la habitación del niño. Puso la cafetera y buscó una
caja vacía. Había pensado recoger algunas cosas del niño que
estaban esparcidas por el cuarto de estar. Pero en cambio se sentó
junto a ella en el sofá, dejó la caja a un lado y se inclinó
hacia adelante, con los brazos entre las rodillas y le dio
palmaditas en la espalda.
–Se ha
muerto –dijo.
Por encima de los sollozos
de su marido oyó silbar la cafetera en la cocina.
–Vamos,
vamos –dijo tiernamente–. Se ha muerto, Howard. Ya no está con
nosotros y tenemos que acostumbrarnos. A estar solos.
Al cabo de un rato, Howard
se levantó y empezó a deambular por la habitación con la caja en
la mano. No metía nada en ella, sino que recogía algunas cosas del
suelo y las ponía al lado del sofá. Ella siguió sentada con las
manos en los bolsillos del abrigo. Howard dejó la caja y llevó el
café al cuarto de estar. Más tarde, Ann llamó a algunos parientes.
Después de cada llamada, cuando le contestaban, Ann decía unas
palabras sin tino y lloraba durante unos momentos. Luego explicaba
tranquilamente, con voz reposada, lo que había ocurrido y les
informaba de los preparativos. Howard sacó la caja al garaje, donde
vio la bicicleta. Luego cogió la bicicleta y la abrazó torpemente.
La estrechó contra sí, y el pedal de goma se le clavó en el pecho.
Hizo girar una rueda.
Ann colgó después de
hablar con su hermana. Buscaba otro número cuando el teléfono sonó.
Lo cogió a la primera llamada.
–¿Diga?
Oyó un ruido de fondo, como
un zumbido.
–¿Diga?
–repitió–. ¡Por el amor de Dios! ¿Quién es? ¿Qué es lo que
quiere?
–Su
Scotty, lo tengo listo para usted –dijo la voz de hombre–. ¿Lo
había olvidado?
–¡Será
hijoputa! –gritó por el teléfono–. ¡Cómo puede hacer algo
así, grandísimo cabrón!
–Scotty.
¿Se ha olvidado de Scotty? –dijo el hombre, y colgó.
Howard oyó los gritos,
acudió y la encontró llorando con la cabeza apoyada en la mesa,
entre los brazos. Cogió el aparato y escuchó la señal de marcar.
Mucho más tarde, justo
antes de medianoche, tras haberse ocupado de muchas cosas, el
teléfono volvió a sonar.
–Contesta
tú –dijo ella–. Es él, Howard, lo sé.
Estaban sentados a la mesa
de la cocina, bebiendo café. Howard tenía un vaso pequeño de
whisky junto a la taza. Contestó a la tercera llamada.
–¿Diga?
¿Quién es? ¡Diga!
Colgaron.
–Ha
colgado –dijo Howard–. Quienquiera que fuese.
–Era él
–afirmó Anna–. El hijoputa ese. Me gustaría matarle. Me
gustaría pegarle un tiro y ver cómo se retuerce.
–¡Por
Dios, Ann!
–¿Has
oído algo? ¿Un rumor de fondo? ¿Un ruido de máquinas, como un
zumbido?
–Nada,
de veras. Nada parecido –contestó Howard–. No ha habido bastante
tiempo. Creo que había música. Sí, sonaba una radio, eso es todo
lo que puedo decirte. No sé qué demonios pasa.
Ella meneó la cabeza.
–¡Si
pudiera ponerle la mano encima! –dijo.
Entonces cayó en la cuenta.
Sabía quién era. Scotty, la tarta, el número de teléfono. Retiró
la silla de la mesa y se levantó.
–Llévame
a la galería comercial, Howard.
–Pero
¿qué dices?
–La
galería comercial. Sé quién es el que llama. Sé quién es. El
pastelero, el hijo de puta del pastelero, Howard. Le encargué una
tarta para el cumpleaños de Scotty. Es él, que tiene el número y
no deja de llamarnos. Para atormentarnos con el pastel. El pastelero,
ese cabrón.
Fueron a la galería
comercial. El cielo estaba claro y brillaban las estrellas. Hacía
frío, y pusieron la calefacción del coche. Aparcaron delante de la
pastelería. Todas las tiendas y almacenes estaban cerrados, pero
había coches al otro extremo del aparcamiento, frente al cine. Las
ventanas de la pastelería estaban oscuras, pero cuando miraron por
el cristal vieron luz en la habitación del fondo y, de cuando en
cuando, a un hombre corpulento con delantal que entraba y salía de
la claridad, uniforme y mortecina. A través del cristal, Ann
distinguió las vitrinas y unas mesitas con sillas. Intentó abrir la
puerta. Llamó a la ventana. Pero si el pastelero los oyó, no dio
señales de ello. No miró en su dirección.
Dieron la vuelta a la
pastelería y aparcaron. Salieron del coche. Había una ventana
iluminada, pero a demasiada altura como para que pudiera verse el
interior. Cerca de la puerta trasera había un cartel que decía:
REPOSTERÍA, ENCARGOS. Ann oyó débilmente una radio y algo que
crujía: ¿la puerta de un horno al bajarse? Llamó a la puerta y
esperó. Luego volvió a llamar, más fuerte. Apagaron la radio y se
oyó un ruido como de algo, un cajón, que se abriera y luego se
cerrara.
Quitaron el cerrojo a la
puerta y abrieron. El pastelero apareció en el umbral, atisbándolos.
–Está
cerrado –dijo–. ¿Qué quieren a estas horas? Es medianoche.
¿Están borrachos o algo por el estilo?
Ann dio un paso hacia la luz
que salía de la puerta abierta. Al reconocerla, los pesados párpados
del pastelero se abrieron y cerraron.
–Es
usted –dijo.
–Soy
yo. La madre de Scotty. Éste es el padre de Scotty. Nos gustaría
entrar.
–Ahora
estoy ocupado –dijo el pastelero–. Tengo trabajo que hacer.
Ella había entrado de todos
modos. Howard la siguió. El pastelero se apartó.
–Aquí
huele a pastelería. ¿Verdad que huele a repostería, Howard?
–¿Qué
es lo que quieren? –preguntó el pastelero–. A lo mejor quieren
su tarta. Eso es, han decidido venir por ella. Usted encargó un
pastel, ¿verdad?
–Es
usted muy listo para ser pastelero –repuso ella–. Howard, éste
es el hombre que no deja de llamarnos por teléfono.
Ann apretó los puños,
mirándole con furia. Sentía algo que le consumía las entrañas,
una cólera que la hacía sentir más grande de lo que era, más
grande que cualquiera de los dos hombres.
–Oiga,
un momento –dijo el pastelero–. ¿Quiere recoger su pastel de
tres días? ¿Es eso? No quiero discutir con usted, señora. Ahí
está, poniéndose rancio. Se lo doy a la mitad del precio convenido.
No. ¿Lo quiere? Pues es suyo. A mí ya no me vale de nada, ni a
nadie. Ese pastel me ha costado tiempo y dinero. Si lo quiere, muy
bien; si no lo quiere, pues también. Tengo que volver al trabajo.
Les miró y se pasó la lengua por los dientes.
–Más
pasteles –dijo Ann.
Sabía que era dueña de sí,
que dominaba lo que le consumía las entrañas. Estaba tranquila.
–Señora,
trabajo dieciséis horas diarias en este local para ganarme la vida
–dijo el pastelero, limpiándose las manos en el delantal–.
Trabajo aquí día y noche para ir tirando.
Al rostro de Ann afloró una
expresión que hizo retroceder al pastelero.
–Vamos,
nada de líos –sugirió.
Alargó la mano derecha
hacia el mostrador y cogió un rodillo que empezó a golpear contra
la palma de la mano izquierda.
–¿Quiere
el pastel o no? Tengo que volver al trabajo. Los pasteleros trabajan
de noche.
Tenía ojos pequeños y
malévolos, pensó Ann, casi perdidos entre las gruesas mejillas
erizadas de barba. Su cuello era voluminoso y grasiento.
–Ya sé
que los pasteleros trabajan de noche –dijo Ann–. Y también
llaman por teléfono de noche. ¡Hijoputa!
El pastelero siguió
golpeando el rodillo contra la palma de la mano. Lanzó una mirada a
Howard.
–Tranquilo,
tranquilo –le dijo.
–Mi
hijo ha muerto –dijo Ann con un tono frío y cortante–. El lunes
por la mañana lo atropelló un coche. Hemos estado con él hasta que
murió. Pero naturalmente usted no tenía por qué saberlo, ¿verdad?
Los pasteleros no lo saben todo, ¿verdad, señor pastelero? Pero
Scotty ha muerto. ¡Ha muerto, hijoputa!
De la misma manera súbita
en que brotó, la cólera se apagó dando paso a otra cosa, a una
sensación de náusea y de vértigo. Se apoyó en la mesa de
madera salpicada de harina, se llevó las manos a la cara y se echó
a llorar, sacudiendo los hombros de atrás adelante.
–No es
justo –dijo–. No es justo, no lo es.
Howard la abrazó por la
cintura y miró al pastelero.
–Debería
darle vergüenza –dijo al pastelero–. ¡Qué vergüenza!
El pastelero dejó el
rodillo de amasar en el mostrador. Se desató el delantal y lo arrojó
al mismo sitio. Los miró y meneó la cabeza, despacio. Sacó una
silla de debajo de la mesa de juego, sobre la que había papeles y
recetas, una calculadora y una guía telefónica.
–Siéntese,
por favor –dijo a Howard–. Permítanme que les ofrezca una silla.
Tomen asiento, por favor.
Fue hacia la parte delantera
de la tienda y volvió con dos sillitas de hierro forjado.
–Siéntense
ustedes, por favor.
Ann se secó las lágrimas y
miró al pastelero.
–Quisiera
matarle –dijo–. Verle muerto.
El pastelero hizo sitio en
la mesa. Puso a un lado la calculadora, junto con los montones de
papeles y recetas. Tiró la guía de teléfonos al suelo, donde
aterrizó con un golpe seco. Howard y Ann se sentaron y acercaron las
sillas a la mesa. El pastelero hizo lo mismo.
–Permítanme
decirles cuánto lo siento –dijo el pastelero, apoyando los codos
en la mesa–. Sólo Dios sabe cómo lo lamento. Escuchen. Sólo soy
un pastelero. No pretendo ser otra cosa. Quizá antes, hace años,
fuese un ser humano diferente. Lo he olvidado, no lo sé seguro. Pero
si alguna vez lo fui, ya no lo soy. Ahora soy un simple pastelero.
Eso no justifica lo que he hecho, lo sé. Pero lo siento mucho. Lo
siento por su hijo, y por la actitud que he adoptado.
Puso las manos sobre la mesa
y las volvió hacia arriba para mostrar las palmas.
–Yo no
tengo hijos, de modo que sólo puedo imaginarme lo que sienten. Lo
único que puedo decirles es que lo siento. Perdónenme, si pueden.
No creo ser mala persona. Ni un cabrón, como dijo usted por
teléfono. Tienen que comprender que todo esto viene de que ya no sé
cómo comportarme, por decirlo así. Por favor, permítanme
preguntarles si pueden perdonarme de corazón.
Hacía calor en la
pastelería. Howard se levantó, se quitó el abrigo y ayudó a Ann a
quitarse el suyo. El pastelero les miró un momento, asintió con la
cabeza y se levantó a su vez. Fue al horno y pulsó unos
interruptores. Cogió tazas y sirvió café de una cafetera
eléctrica. Sobre la mesa puso un cartón de leche y un tazón de
azúcar.
–Quizá
necesiten comer algo –dijo el pastelero–. Espero que prueben mis
bollos calientes. Tienen que comer para conservar las fuerzas. En
momentos como éste, comer parece una tontería, pero sienta bien.
Les sirvió bollos de canela
recién sacados del horno, con la capa de azúcar aún sin endurecer.
Sobre la mesa puso mantequilla y cuchillos para extenderla. Luego se
sentó con ellos a la mesa. Esperó. Aguardó hasta que cogieron un
bollo y empezaron a comer.
–Sienta
bien comer algo –dijo, mirándolos–. Hay más. Coman. Coman todo
lo que quieran. Hay bollos para dar y tomar.
Comieron bollos de canela y
bebieron café. Ann sintió hambre de pronto y los bollos eran dulces
y estaban calientes. Comió tres, cosa que agradó al pastelero.
Luego él empezó a hablar. Le escucharon con atención. Aunque
estaban cansados y angustiados, escucharon todo lo que el pastelero
tenía que decirles. Asintieron cuando el pastelero les habló de la
soledad, de la sensación de duda y de limitación que le había
sobrevenido en los años maduros. Les contó lo que había sido vivir
sin hijos durante todos aquellos años. Un día tras otro, con los
hornos llenos y vacíos sin cesar. La preparación de banquetes y
fiestas. Los glaseados espesos. Las diminutas parejas de novios
colocadas en las tartas de boda. Centenares de ellos, no, miles,
hasta la fecha. Cumpleaños. Imagínense cuántas velas encendidas.
Su trabajo era indispensable. Él era pastelero. Se alegraba de no
ser florista. Era preferible alimentar a la gente. El olor era mucho
mejor que el de las flores.
–Huelan
esto –dijo el pastelero, partiendo una hogaza de pan negro–. Es
un pan pesado, pero sabroso.
Lo olieron y luego él se lo
dio a probar. Tenía sabor a miel y a grano grueso. Le escucharon.
Comieron lo que pudieron. Se comieron todo el pan negro. Parecía de
día a la luz de los tubos fluorescentes. Hablaron hasta que el
amanecer arrojó una luz pálida por las altas ventanas, y ni se les
ocurría marcharse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario