viernes, 27 de abril de 2012

El hijo de la manzana

A. H 

Aquí, los termómetros empiezan a marcar los 38 y las noches no tienen fin. Son los últimos coletazos de julio y me estoy volviendo loco. Esto se ha convertido en un campo de batalla. Una batalla que estoy perdiendo. De madrugada se encienden las luces en mi habitación y no se apagan hasta que acabo consumido por la desesperación o victorioso pero sin apenas tiempo para descansar. Antes de meterme en la cama suelo hacer un reconocimiento previo, casi siempre a media luz porque odio las luces fuertes. Un reconocimiento que normalmente no sirve para nada aunque a veces se cobra alguna víctima, lo cual me las hace prometer muy felices hasta que ocurre lo inevitable. Bueno, eso de prometérmelas muy felices sobre todo pasaba las primeras veces. Ahora me es imposible entrar en la cama sin dar por hecho que voy a salir de ella en cualquier momento, con el trágico presentimiento que me tortura, que me hace estar alerta ante cualquier ruido inaudible. Esto ha empezado a ser habitual, tanto que podría pasar ante los ojos de un espectador ajeno a la historia como un sonámbulo muy metódico y disciplinado; eso sí, sin que ese espectador pudiera ver mi rostro demacrado y ojiplático, rematado por un toque paranoico. El día que por culpa del ruido y la luz desperté a mi hermano en mitad de la noche, abrió la puerta de mi cuarto y me encontró subido a la cama empuñando un pañuelo de papel arrugado y con la vista perdida hacia una esquina del techo, fue cuando me di cuenta de que estaba ante un serio problema. Le conté todo, ya llevaba semanas con esta historia pero hasta el momento me la había guardado. Pero ha alcanzado tal relevancia, ha influido de tal manera en mí y en los que me rodean que me ha sido del todo imposible ocultarla por más tiempo. Mi cuarto es interior, así que nuestros dormitorios están separados por un tabique que termina en dos hileras de ladrillos transparentes para que al menos, durante el día, me pueda entrar algo de luz natural del cuarto de mi hermano que goza de unos grandes ventanales. De esta manera, si a uno de los dos le da por encender la luz de madrugada, la habitación vecina también queda en parte iluminada. Le enseñé orgulloso todas las marcas de sangre en las paredes, como trofeos de guerra. Al fin y al cabo son mis enemigos y cuando mato a uno me siento más vivo. O son ellos o soy yo. Mi hermano, pese a que al principio se mostró algo contrariado al verme en unas condiciones deplorables, en medio de una escena dantesca y sometido por unos simples mosquitos, acabó recurriendo a algún comentario jocoso del estilo: “Parece que vivas en Atapuerca, macho, con esas pintas que llevas y todas las paredes pintarrajeadas de sangre.” Intentó ayudarme unos cinco minutos pero se cansó, además yo no quería que lo hiciera, no los conoce, no está acostumbrado, hay que ser demasiado frío y silencioso, no moverse apenas, vamos, actuar lo más parecido a un camaleón, un camaleón de mimética estéril. Lo que sí le he repetido desde entonces en incontables ocasiones es que por favor no deje abiertas las ventanas de su dormitorio y si las deja que no deje abierta la puerta y en el caso en el que la deje abierta que cierre la de mi dormitorio. Ya hemos discutido acaloradamente por este tipo de cosas, así que creo que lo ha tomado en serio y lo hace. Ahora he empezado a pensar que esos hijos de puta entran por cualquier grieta inverosímil. Lo que no puede ser es que yo entre por la puerta casi de perfil, con extremo cuidado y en cuanto apago la luz comiencen los horribles zumbidos. Parece que estén ahí, agazapados, esperando a que se haga la oscuridad para lanzarse a mis oídos. A veces hacen acto de presencia de forma instantánea, otras veces a los dos o tres minutos cuando ya estoy embargado por la emoción a punto de cantar victoria y las peores ocasiones son cuando ocurre a los diez o quince minutos en la fase rem más demencial que un ser humano pueda experimentar. Vuelvo en mí, de forma violenta, salto de la cama como un resorte, agarro el cable de la lamparilla de noche y una vez encendida procedo a encender todos los demás flexos y lámparas hasta llegar al interruptor de la pared que enciende la del techo. Y en medio de esa alucinación comienza la batalla. Me agazapo, observo tembloroso las cuatro paredes y sus respectivas sombras, espero cualquier movimiento, me derrito en sudor y furia, brinco contra una pared, lanzo un trapo mojado a la otra esquina, despliego desasosegado el pañuelo de papel, no hay cadáver, ha escapado y estos son como los toros, una vez los has intentado matar se acuerdan de ti y saben qué hacer, la guerra no ha hecho más que comenzar, una guerra que a veces no acaba hasta que acaba la noche. Como ya probé con tapones, incluso a embadurnarme de repelente y no ha servido apenas de nada voy a probar con algo diferente, algo natural. Ha ocurrido mientras fumaba en la galería de la cocina y he visto una de esas palometas peludas, cuando he pensado “seguro que esos bichos se comen los mosquitos” y más tarde he seguido pensando que si no son efectivas conseguiré como sea alguna lagartija o salamanquesa o sabe dios el animal que sea depredador de mosquitos. Y es que no son unos mosquitos cualquiera, son gordos y carnosos en su mayoría, de ahí que las paredes sean auténticos regueros de sangre seca; sangre que he intentado limpiar y lo único que he conseguido es extender la mancha. Mi hermano me ha comentado que está casi seguro que esos mosquitos vienen justo de abajo de casa, donde hay una especie de pequeña colonia de indigentes, acampados en un trozo de tierra que pertenece a uno de los jardines de las facultades. Sé perfectamente a qué se refiere. Aquello es un vertedero, donde hacen sus necesidades a un metro de donde duermen, en colchones infectados y donde el olor es una mezcla de vino, orina y heces. Sólo hay una mujer entre muchos hombres, lo cual provoca que a la vez que mantienen relaciones sexuales se produzcan trifulcas de cuando en cuando. En ese foco infestuoso los parásitos andan bien de salud y los mosquitos han debido desarrollarse hasta evolucionar y junto a las moscas revolotean a sus anchas formando pequeños tornados magnicidas. Todo esto está pegado a las ventanas de la secretaría, cerradas a cal y canto, por supuesto. Facultad de Humanidades, creo, menuda paradoja, menuda paja mejor dicho. Enseñan humanidad frente a lo más denigrante del ser humano. Lo que me resulta verdaderamente chocante es que hay dos cámaras de vigilancia apuntando en cada extremo del basurero que se han montado. Se podría decir que hasta tienen protección o que son observados 24 horas como en un Gran Hermano venido a menos. Todo se andará, digo yo. La mayoría de días paso por delante e incluso una vez coincidí en la cola del supermercado con uno de ellos. El peor, el más sucio, iba delante mío con un paquete de pilas, yo llevaba uno de esos enchufes antimosquitos que nunca funcionan, algo le acompañaba, alrededor de su cabeza aleteaban un par de moscas, él contaba los céntimos, yo contenía la respiración. Esos bichos que creí reconocer como moscas se comportaban fieles como ese tipo de mascota que uno lleva consigo a todas partes, un loro, un hurón, lo que sea. Revoloteaban un poco sin alejarse para enseguida volver a posarse en ese esparto grasiento que tenía su dueño por pelo. Cuando él dio un paso brusco para irse me fijé que los insectos se quedaron un segundo despistados en el aire y rápidamente con un magnetismo admirable volaron hasta aterrizar en su nido de cochambre. Respiré aliviado, por un momento pensé que los heredaría y me los llevaría puestos. Estuve un buen tiempo rascándome la cabeza. Una cabeza que está empezando a ir mal por culpa de los acúfenos, supongo que todo acaba derivando en algo y a mí no me debe quedar mucho tiempo para quedarme tarado. Cuando hoy volvía a casa por la noche he vuelto a pasar por delante de los indigentes y los he visto dormir tan plácidamente en una sinfonía de ronquidos cada cual más presumido; de la rabia que me ha entrado ha aflorado una idea sobresaliente: “Cualquier noche de estas me hago con una lata de gasolina y los riego a todos para acabar de una vez con este caldo de cultivo como se hace con las montañas de basura. Me fumaré un cigarro mientras escucho sus últimos ronquidos y después lanzaré la colilla para que todo quede calcinado. Que no quede viva ni una mosca.”



 
D. H

Han pasado muchas cosas desde entonces aunque desde entonces no sabría decir cuanto tiempo ha pasado. Cosas buenas. Lo he solucionado. Sí, lo he solucionado y lo digo con total convencimiento. Me parece increíble que todo haya terminado. Apunto estuve de enloquecer por la vigilia. Seguí probando con remedios estériles, mi cuarto se ha convertido en una pequeña jungla doméstica pero no me importa. Ahora pocas cosas me importan. Una vez alcanzado el descanso absoluto casi nada me importa ya. Los últimos días me retorcía de calor, me cubría la cabeza con la sábana pretendiendo aguantar el bochorno hasta quedar dormido. Giraba a la derecha, a la izquierda y así unas cuantas veces hasta que sacaba la cabeza y los volvía a sentir planeando alrededor de la habitación como aviones de combate aproximándose a mis oídos a punto de atacarme en cualquier momento. Casi derrotado volvía a levantarme para reanudar el espectáculo. Un espectáculo que casi me saca de la escena. Y llegó la gran noche en que quemaba mis últimos cartuchos. Solté reptiles, lepidópteros y saprófagos. Los dejé encerrados durante un rato y me fui taquicárdico a la cocina como si de una sala de espera se tratase. Volví a la hora, entré en la habitación, cerré la puerta y me senté en la cama a observar. Cuando vi que las lagartijas se comían a las polillas y los mosquitos seguían campando a sus anchas me sentí tan desquiciado aquella noche de estreno que me encerré en el baño y no salí hasta que amaneció. No dormí ni un minuto pero esto ya no era lo peor, me estaba ahogando de calor y hasta me costaba respirar. Me duché con dificultad, estaba esquelético, últimamente apenas comía por falta de apetito. Cinco minutos después de la ducha sudaba a chorros, así que se me ocurrió salir a comprar un ventilador y en qué buen momento pensé que quizás habría alguno, aunque fuera del siglo pasado, en el trastero. Allí estaba, frente a todos los desechos de vidas anteriores, cosas que en una época sirvieron para alguien y que ahora aun sirviendo para algo no valen para nada. Pilas de apuntes eliminados de la memoria, intervíus imposibles de olvidar. Un armario que en otro tiempo fue mi armario y una medianoche me lanzó todos sus espíritus a la cara. En su interior hay trajes que ya nadie se pondrá nunca, el del servicio militar de mi padre, el vestido de novia de mi madre, el de mi comunión. Aún brillantes todos ellos, polvorientos pero brillantes. Bajo los percheros una cantidad ingente de libros, algunos juegos de mesa y maletas vacías sin viajes por hacer. Y en los estantes de arriba, asomando los picos de los marcos de los cuadros de todos mis antepasados. Inmortalizados en su momento por un tatarabuelo espiritista que dicen, se comunicaba con los difuntos a través de sus zapatos. Hoy todos ellos relegados al olvido, cara a la muerte. Una vez más volví a no atreverme a sacarlos de ahí y bajando la cabeza lo encontré, tapado por todas aquellas indumentarias, ahí había un ventilador. Conseguí desencajarlo y unos cuantos libros de historia y algún kamasutra se volcaron por todo el armario. Jamás había visto ese cacharro, marca “Appleson”, gris metalizado con dos roscas plateadas, una para el temporizador y la otra con cuatro posiciones: 1.Corriente siberiana, 2.Brisa caribeña, 3.Fiebre en Luxor y 4.Tempestad en Laos. Al final subí a casa con el ventilador, un puzzle de mil piezas de la catedral de no sé dónde y alguna revista. Sólo había que esperar a que funcionara y vaya si funcionó. Dormí durante horas, despertaba incrédulo y volvía a dormirme, los mosquitos jamás volvieron a molestar, temerosos de de esa ráfaga de aire entre el ventilador y yo. Esa ráfaga que de alguna manera conseguía envolverme, protegerme y hacerme suya. Hasta ahora sólo he probado la segunda posición, no necesito nada más, es un vaivén tan suave, tan agradable. Me he entregado en cuerpo y alma a la Brisa caribeña. He aprendido a preparar daiquiris de fresa, pongo música exótica y relajante y cuando me tumbo y cierro los ojos siento que estoy en un lugar paradisíaco. Duermo a todas horas, cualquier momento es idóneo para dejarme penetrar por esa calma, ese zigzagueo somnoliento que me transporta a sueños tropicales. Sin embargo hoy ha ocurrido algo alarmante, he despertado del todo desconcertado, empapado en sudor en mitad de una pesadilla. He mirado el ventilador y estaba parado, no ha sido el temporizador porque no funciona desde que lo probé, está suelto. Lo peor de todo es que he vuelto a girar la rueda hacia la Brisa caribeña pero ya no la selecciona, está como pasada de rosca y sinceramente estoy muy preocupado. Ha llegado la noche y he de tomar una decisión.
1.Corriente siberiana: Formando una especie de iglú con todas las mantas que he encontrado en casa he alcanzado una temperatura soportable para el sueño, un sueño que me ha llevado a los Urales y en lo alto de una montaña juego al ajedrez con Rasputín, como si de la muerte se tratase. Él lleva una bola de plastelina y la va moldeando y deformando mientras yo pienso mi jugada y cuando le toca a él mover me la lanza como si se tratase del tiempo. Yo intento hacer lo mismo que él pero está demasiado dura, ni con todas mis fuerzas lo logro y siento verdadera frustración por no conseguir emularlo. Muevo las piezas como me viene en gana, la torre en diagonal si es preciso o hago saltar al caballo las veces que sean necesarias, lo miro de reojo temiendo que se dé cuenta, sintiendo un cierto placer por lo arriesgado del asunto. De todas maneras es imposible vencerlo y la montaña empieza a hacerse cada vez más estrecha y angulosa, apenas queda superficie para sostener el tablero, lo voy perdiendo de vista hasta resbalarme por una de las laderas, aterrizando en el suelo de la habitación. A gatas y tieso de frío he llegado hasta el enchufe que conecta el ventilador y lo he arrancado y una vez en pie aún tiritando y soltando vaho por la boca he observado algo terrorífico: En una esquina, el puzzle que había traído está terminado, pero horriblemente hecho, totalmente desfigurado, una polvareda de piezas mal encajadas que hasta forman en relieve una especie de choza. En la tapa de la caja se puede leer: “Catedral de San Petersburgo” Me duele.
3.Fiebre en Luxor: Me han secuestrado y me han metido en una tetería. Me sudan hasta las suelas de los zapatos, la ola de calor es sofocante. La humedad hace que todo huela apestoso. Ahora sé que el Nilo no es más que el sudor de toda la población de Tebas. Unos moros me están machacando a preguntas que ni siquiera entiendo. Quiero salir de aquí como sea. Me dan de beber, fumo en pipa y ahora llaman a una bailarina. Nos hace la danza del vientre. Ellos la manosean, yo no. Se ofrece para acompañarme a una salita, acepto. Pienso que es una fantástica manera de librarme de mis secuestradores. Cuando me levanto, uno de ellos me agarra del brazo y dice algo en tono imperativo. Entiendo que se refiere a que antes debo pagarla. Sé que no llevo dinero, sin embargo hay una especie de pergamino en mi asiento, lo cojo y sin que se den cuenta lo troceo intentando que eso trozos parezcan billetes. Les enseño el fajo y me dejan marchar. En ese momento pienso: “La vida no es tan mala como parece” Despierto en la cama pero con la garganta seca y asfixiado. Intento moverme pero estoy pegado a un charco de sudor y polución nocturna. Consigo levantarme, apago esa máquina del demonio y observo que debajo de mí, en ese charco hay un enorme papel. No me creo que pueda ser lo que creo que es. Está doblado, mojado, arañado. Es el póster que yo una vez quise regalar. Aún se puede leer en una esquina del reverso “Para cuando vivamos juntos”
Se trata de “La vida es bella” Es cruel.
4.Tempestad en Laos: Es mediodía. Camino hacia el trabajo como tantas veces. Conforme me voy acercando al antiguo cauce escucho al flautista que suelo oír cuando hago siempre esta ruta pero esta vez sigo la estela de su melodía. Subo por el puente del Mar, el puente más bonito de la ciudad. Llego hasta la mitad y descanso en uno de esos asientos de piedra. El sonido viene justo de abajo, del estanque. Encuentro a mi lado una baraja francesa, me entretengo barajándola mientras disfruto plácidamente de la música. Esto me empieza a recordar a algo. Nadie cruza el puente, estoy solo pero no me siento solo, pienso en ella. Dejo de escuchar al flautista y una vestisca traicionera me arrebata las cartas de la mano, todo vuela por los aires. Me asomo hacia abajo, una chaqueta de cuero abierta flota en el lago y todas las cartas acaban en el agua y en los ases, en lugar de la A aparece un interrogante. Es una imagen descorazonadora. Comienza a diluviar , una multitud de chinos asustados cruzan el puente, yo quiero bajar a por esa chaqueta, quiero mirar lo que hay en los bolsillos, si encuentro su móvil dentro entonces sabré por qué lleva tanto tiempo sin responderme. Ya casi no me puedo mover en medio del aguacero, los truenos van a partir el puente por la mitad y yo caeré donde quiero, a los brazos vacíos de esa chaqueta y recogeré las cartas del agua, las secaré como pueda para seguir en la partida ¡pese a todos los interrogantes!



Precisamente suena un teléfono móvil, es el mío, tengo que despertar. Abro los ojos, mi cama es una barca en medio del océano. Doce llamadas perdidas de mi hermano. El agua cae hasta del techo, el ventilador se ha vuelto loco, va alternando posiciones, está totalmente desajustado. Pongo los pies sobre el agua, suena otra vez el móvil, mi hermano, me dice lo siguiente: “¿Dónde estás? ¿Estás en casa? ¿No te has enterado? Esta mañana han desalojado a los mendigos y esta tarde se han vengado ¡han incendiado la facultad! ¡y el fuego se ha propagado hasta nuestro edificio! ¿Estás bien? Los bomberos ya llevan un rato aquí, han evacuado a todos ¡baja en cuanto puedas!”
Ni siquiera me pongo las zapatillas, cojo las llaves, miro el ventilador totalmente desequilibrado. Durante un segundo pienso en apagarlo pero no hay tiempo que perder. Salgo de casa, bajo rápido por las escaleras, no se escucha ninguna algarabía, no observo humo ni fuego por ningún lado. De uno de los pisos se escapa una melodía, rebotando dulcemente por el hueco de la escalera. Es el “Por qué te vas” de Jeanette. Me acompaña en mi descenso. Conforme voy bajando más se escucha menos. Por fin llego a la planta baja. Camino lentamente hasta la puerta. Nada más salir está la playa y un cartel que pone Londres.