jueves, 3 de diciembre de 2009

La oreja

Siempre he creído firmemente que los deseos de un hombre no pueden ir mucho más allá que los de un animal, sin embargo, hoy he despertado magullado por mis propios anhelos. Tembloroso y dolorido, asustado por un sueño. ¿En qué morada de mi memoria habitaba ella? Sin darme yo cuenta la había olvidado y hoy me ha visitado por sorpresa, arrancándome una lágrima de espanto. Pero no, yo sé bien cuál es la realidad. Nada de historias de ultratumba, ni brujas, ni espíritus del mal. Ella es sólo la oscura silueta del cerrojo de la puerta del bestiario de mis recuerdos. Allí permanece, quieta y serena, esperando a ser abierta por el demonio de lo perverso que reside en mí, por mis insanos deseos de volverla a ver sonreír ante mi desgracia.
Sí, así es, no hay lugar en el mundo tan oscuro como la mente de un hombre suicida, esa es la única llave capaz de dar vida a esa pesadilla que me atormenta con sólo sentir el aliento de su recuerdo. Pensar en ella es sentirla otra vez, como una mancha de angustia que me invade, devorándome como ácido corrosivo. Pero repito, hoy he despertado arañado por mis propios deseos y es doblemente doloroso reconocer que después de todo aún la amo. ¿Después de todo?
No recuerdo con claridad qué fue todo pero bien sé que algo cambió mis días como una tempestad arrolladora destruye la calma en el océano y un oleaje de recuerdos se agolpan en mi cabeza, como piezas que no encajan, empujándome a reconstruir este puzzle de esencias.

¡Oh Dios mío! ¿pero cuánto tiempo llevo viviendo en la penumbra? Abro los ojos y no puedo apreciar mas que luces deformes en la oscuridad. ¿Ella me ha cegado o fui yo el que cerró los ojos para no verla? No lo sé pero cuanto más crecía mi odio más la reclamaba como mía y cuanto más la odiaba, más amaba su perfidia. Pero el odio tiene un límite y el amor no. Mi odio hacia ella alcanzó su grado máximo desencadenándose en un shock del que ahora despierto. Y despierto con la resaca de algunas heridas mas sin ningún rencor hacia lo que las motivó. Paradójicamente, mi amor ha permanecido estancado y dormido durante ese tiempo, cronológicamente inclasificable pese a mis esfuerzos de ver más allá de este insondable telón de enigmas. Y ese amor se desenmascara ahora como un amor tumoral, un amor maligno que brota de nuevo en el sentir más profundo de mi corazón.

Y esto ha ocurrido cuando creyéndome solo en la habitación, entre la oscuridad he podido distinguir un extraño pliegue en la cama de al lado. Una ondulación, un garabato en relieve, un trozo de carne apoyado en la almohada, ¡una oreja! Solamente una oreja. Una oreja que me hablaba: “No me mires tan extrañado, no siempre he sido una oreja, antes era un hombre. Un hombre completo pero no me gustaba escuchar, así que antes de que me cuentes tu historia, te contaré la mía.”


. . . . .


Primera parte

Creo que todo empezó aquella horrorosa noche de niebla en que marché a la villa,
situada en las cumbres de la provincia, para hacerme cargo, por un tiempo, de las tierras que mi padre me dejó tras haber fallecido hacía unas semanas. Si bien no recuerdo con exactitud cuántos años han transcurrido desde aquello, sí podría descubrir con la claridad del ayer las sensaciones de pureza, frescura y eterna juventud que me iban sobrecogiendo a medida que me adentraba en el paraje. Los dulces rayos del sol parecían señalarme e interrogarme sobre cómo podía haber ignorado, casi despreciado, desde la lejanía de la ciudad, un lugar tan sagrado. Y unas tierras a las que llegué para venderlas se convirtieron en mi nuevo hogar.

Allí pasé recluido, como en un pequeño santuario, un tiempo indefinido de paz y descanso, con la extraña sensación de no haber vivido y ser feliz, con la satisfacción de ser un brazo más de la naturaleza y con la eterna juventud en mis ojos determiné aquel lugar como el destino de mis días, compré más tierras y me invoqué a ellas prometiendo regarlas con mi sudor.

Durante semanas nos observamos. En aquellos días yo trabajaba una parcela atravesada por un caminito estrecho, un atajo por donde ella llegaba hasta una granja cercana para proveerse de leche y otros alimentos. La perseguía con la mirada, ella huía de mis ojos para luego delatarme con los suyos, entonces yo volvía a agachar la cabeza y ella marchaba rápidamente hasta alejarse del lugar, visiblemente nerviosa. Me hacían gracia sus ademanes y su sencillez. Esto se repitió muy a menudo, yo disfrutaba de su timidez y ella de mi interés pese a sobrecogerse por la atención inesperada de un desconocido. La miraba sin intención de rebajarla, sin ninguna pretensión pasional, tan sólo era la mirada de un risueño en armonía con su trabajo y encantado por sus visitas no intencionadas.

En la noche de uno de esos días en los que la gente se divertía en torno al fuego, la conocí, bailamos juntos y en aquella inolvidable velada, el mundo y todos los astros del firmamento giraban a nuestro alrededor. Fue el comienzo de algo que ya no recuerdo como acabó o si acabó. Llegó la primavera y los brumosos caminos solitarios y misteriosos, ahora eran transitados por alborotadores y simpáticos niños que acudían a la escuela trimestral, común a todas aquellas aldeas. Las faldas de las montañas florecieron, quedando estampadas de vida y rostros alegres y la soledad invernó ante la sonrisa del calor humano.

Meses más tarde, las noches se hicieron entrañables, todo el mundo se reunía alrededor de las hogueras, cantando y riendo. Conseguí ser aceptado y valorado como un miembro más de aquella selva de sueños inmediatos y es que aún me pregunto si aquello fue un sueño mas afirmo seguro que fueron los mejores días de mi vida. Toda esta indescriptible burbuja de sensaciones culminó en lo que yo sabía no tardaría en aparecer: el amor. El amor bello, el amor salvaje, integrado en el medio como una forma más de expresión de la naturaleza. El amor puro y libre como el viento helado de las cumbres, como los cálidos rayos de sol que llegan hasta el lecho de todos los enamorados haciendo amanecer, por un día más, su confortable dicha. Sé que nos seguimos viendo de forma casi clandestina, pues Dalmiro, su padre, hombre de ideas rígidas, no daba el consentimiento de que nadie flirteara con su tierna muchachita. Pero nosotros éramos un esqueje de la pasión deseando brotar y no había barreras ni normas a nuestro empuje y deseo.

Aún me acuerdo de aquella mañana de esplendor y aroma a albahaca… ¡cómo no me iba a acordar! ¡mi niña de ojos soñadores! La visité inesperadamente a su casa, a donde nunca me había atrevido siquiera a acercarme. Ella barría de forma tan singular, casi bailaba con la escoba, cuando me vio por poco me atiza con ella pero yo le tapé la boca y luego la besé, entonces me retorció la nariz, sabía que eso no me gustaba, estaba inquieta por el riesgo de que nos vieran y a la vez, exultante de alegría al encontrarme yo allí. Cuando vi aquellas llaves no lo pensé dos veces, ella me pegó en la mano y se me cayeron al barro pero las recogí, le manché la cara y le solté el pelo, reía nerviosamente intentando pararme pero yo ya había planeado la locura. Cogimos el coche de su padre y condujimos durante horas, acariciados por la brisa de la libertad. No nos dirigíamos la palabra, no hacía falta, nuestras miradas, como siempre, hablaban entre sí. Ella confiaba en mí y yo en el destino. Comenzó a nublarse el cielo pero atravesamos la lluvia hasta llegar al mar y de repente, el atisbo de un rayo de sol nos alumbraba los rostros, la tormenta se había marchado. Totalmente empapados, brindamos por nuestra suerte con la botella más grande de champán y el azul del océano como testigo. Al fin, con una ensoñadora sonrisa me preguntó: “¿Tú conoces la tristeza en el amor? ¡Yo no!” y le respondí: “¡Yo sólo conozco la locura en mi corazón!” Ella no lo sabía pero su mano ya me había sido concedida.


Tres o cuatro años después.

Tumbado en la tierra, rodeado de malas hierbas, solía despertar a menudo. Los rayos del sol volvían a señalarme, a juzgarme y a quemarme en la cara la poca vergüenza que me quedaba.
Una vez me encontró mi hijo, el pestazo a alcohol, la voz ahogada y el ramo de flores aplastado bajo mi chaqueta le hicieron huir rápidamente adentro de la casa. Mis devaneos nocturnos por la ciudad se convirtieron en rutina y mi llegada a la aldea en circunstancias deplorables también. Luego, como un ritual, ella me arrastraba adentro, escaleras arriba, me quitaba los zapatos, me acostaba en la cama y me curaba la resaca para estar listo y reincidir esa misma noche si era capaz de levantarme.

Antes fueron años muy prósperos, casados y felices, tuvimos un niño precioso y una tierra muy fecunda. Contraté trabajadores, todo era idílico y metódico. Pero el ser humano es caprichoso y sucumbí a una mujer, caí en la obsesión y perdí todo cuanto poseía. Ahora mi esposa esperaba nuestro segundo hijo pero las deudas nos embargaban, las tierras se habían muerto, todo estaba podrido, seco y cubierto por maleza y larvas. Ya no me quedaba ni un sólo campesino a mi cargo, hacía tiempo que me habían abandonado, mucho antes les había dejado de pagar.

Se llamaba Lucinda, tenía una tienda de cosas extrañas en un lugar recóndito de la ciudad, donde recibía a gente variopinta para fiestas exclusivas. Pero la conocí aquí, en mi propia parcela. Fue casi como una aparición en la madrugada, el sol pestañeaba, yo agachado excavaba pequeños hoyos para la siembra y unos zapatos blancos y brillantes se plantaron delante de mis narices. Levanté la cabeza y allí estaba ella, con un cabello rojo y endemoniado, guadaña en mano, la había cogido del suelo, gafas de sol y una sonrisa de payaso pintada en la boca. “¿Hay algún teléfono en este miserable pueblo con el que pueda hacer una llamada para que me vengan a recoger?” La acerqué yo. No volví a ser el mismo.

Me convertí en un alma nocturna, cometí todos los excesos que no había cometido en mi juventud. Era tan habitual en las fiestas de Lucinda que incluso entablé relaciones con personalidades de cierta relevancia social. Ella decía que yo era empresario, bueno, de hecho lo era. Me compré trajes caros, perfumes y un coche nuevo. Pero todo iba más allá, las fiestas eran desorbitadas, Lucinda era un demonio pensante, el centro de la disputa, el detonante de todas las locuras. Era mala persona y lo sabíamos. Nos tenía encapsulados. Yo que siempre había sido tan duro de personalidad llegué al punto de no tener mayor anhelo que el de conseguir ser el que más a solas estuviera con ella. Y en parte lo conseguí durante un tiempo. Lo descuidé todo, el ruido de mi mujer llorando encerrada en algún cuarto me provocaba tal rechazo que evitaba pasar el mayor tiempo posible en casa. La culpabilidad se sumaba ahora al miedo a afrontar la realidad que al eludir todas mis responsabilidades de trabajo me había dejado en una situación delicada e insostenible. Huí hacia adelante, con el cinismo que ella me inyectó, con el desprecio por el compromiso, con las ganas de saborearla hasta la última gota, tan sexy, tan atrevida, tan fugaz. Me sentí en una nube cuando me propuso ser mi acompañante en las fiestas de la aldea, la exhibí sin vacilar, esa noche troceó el recuerdo de otra gran noche, unos cuantos años antes. Podría haber muerto allí mismo y lo habría hecho con la elegancia del éxito. Solíamos apostar, sus propuestas eran endiabladas, sin embargo su eficacia era insolente. Nos acercamos a las verbenas, allí saludé al alcalde, ella lució su mejor sonrisa, más tarde se le ocurriría algo. Consiguió que se mojara encima un niño de doce años sin tocarlo, simplemente hablándole menos de cinco minutos. Luego, al haber ganado la apuesta me ordenó colarnos en la casa del alcalde y hacer el amor en la cama de matrimonio con la constante amenaza de que la pareja llegara en cualquier instante. Y en aquella inmejorable velada, el mundo y todos los astros del firmamento nos daban la espalda pero nosotros, borrachos hasta lo grotesco, brindamos por ellos igualmente.

Con el tiempo me había perdido en las entrañas de la miseria del hombre, de lo irreversible, del descalabro total. Dejé de verla, dejó de aparecer, mejor dicho. Cada vez era menor la dosis para un enfermo terminal como yo. Era demasiado tarde para desintoxicarme. Bajaba a la ciudad todas las noches sin encontrarla, vagabundeaba, me deseé la muerte. Pero quería matarla. Una madrugada, me recogió un tractor, su conductor al que seguramente le debía dinero, me reconoció pese a estar irreconocible. Iba envuelto en un disfraz de plástico, una colchoneta por dentro, era un caramelo andante, sólo los pies y la cabeza quedaban al descubierto. Me cargó en la pala del tractor y me descargó frente a mi casa. Allí, sudando el delirio, una fiebre inmensa, un calor grasiento, el sol imponente señalándome fue tapado por un rostro de odio y repugnancia. Era Dalmiro, el padre de mi esposa, gritaba, me escupía, me zarandeaba, sacó un cuchillo y lo clavó en el disfraz desinflándome. “Si no remontas el vuelo, hijo de puta, te cortaré las alas.”


. . . . .


¡Basta ya! No puedo seguir escuchando, maldita oreja. No puedo seguir oyendo todo esto. Me incorporo del todo, sin esfuerzo alguno. Consigo una posición vertical, parecida a la de estar de pie. Me desplazo por la habitación. En la esquina una nariz le cuchichea algo a un ojo, me freno. No puede ser. En la repisa de la ventana un mano gesticula ante un pie. Todos hablan de lo mismo. Alcanzo la puerta pero salgo a la misma habitación, es decir, vuelvo a entrar. No puede ser. Voy hasta la ventana, aparto el pie y la mano, la abro, y me introduzco por ella. Conduce hasta otra habitación. No puede ser ¡Es la misma! Observo la cama donde antes estaba tumbado. Sobre ella la otra oreja le habla al otro ojo. ¡Todos cuentan lo mismo! ¡Todos cuentan mi historia!